De noche la casa parecía más grande. Faltaba algo. Alba no lo había notado hasta ahora. Puso los brazos como almohada y se dedicó a ver las vigas del techo. Con la luz encendida las guaridas de termita desplegaban sombras alargadas. Ovaladas. Cóncavas. Capaces de guardar en sus entrañas el poco sueño que rondaba las cuatro paredes de su habitación. Una ligera irritación en los ojos anunciaba el paso de las horas sin desvanecerse en el único mundo donde se sentía a salvo.
Decidió rememorar las cosas interesantes que le habían sucedido los últimos seis días. Por su mente transitaron imágenes en retroceso como solía verse en la videocasetera de Don Saúl. Rápidamente se situó en la mañana del domingo. Tras conocer a Miguel, había intentado continuar con su reciente modo de subsistir. Pero curiosa por naturaleza, no pudo hacer otra cosa que no fuera averiguar más de aquél solitario y extraño individuo. Pronto se dió cuenta que no era tan extraño ni tan solitario. Pero en su vida jamás había visto a un dúo tan dispar, tan diferente. Tan opuesto como el día y la noche.
A su cabeza llegó la imagen de los ojos negros y melancólicos de su nuevo amigo. Negros tornasol, cuyas pupilas parecían encerrar secretos milenarios de existencia cruel y nostalgia por la felicidad perdida. Casi enseguida fueron reemplazados por el frío acero azulado de los ojos de Julien. Siempre taciturno y malhumorado. Como si el mundo le debiera demasiado. Su piel del color de la arena blanca del río, tan distinta al bronce de la de Miguel resplandecía aún de noche con la ayuda de la luna. Las imágenes empezaron a amontonarse formando un collage de recuerdos. Las largas matas negras de uno. El cabello recortado y dorado como campo de trigo del otro. Los modales refinados del francés. La salvaje e instintiva conducta del viejo revolucionario. Por encima de todo, la calidez de la sonrisa de Miguel y el rictus severo y autoritario de Julien. Sus figuras inquietantes recortadas entre las nubes plateadas de una noche con luna llena.
Una mosca solitaria comenzó a danzar frente a la luz del foco. Sus movimientos aéreos le recordaron que apenas 24 horas atrás ella también había emprendido el vuelo en lomos de su amigo. Su amigo a veces de cuatro patas, a veces con un par de alas negras.
Justo antes de entregarse al sueño, recordó qué era lo que faltaba en la casa. Ya no la llenaban los ronquidos de su abuela. Se habían apagado para no escucharse más.
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